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  1. Pasividad

    7 feb 2012

    Con el teléfono en la mano me dijo: "Los empleados de pompas fúnebres ya esperan hace un momento. Voy a pedirles que vengan para cerrar el féretro. ¿Quiere antes ver usted a su madre por última vez?" Dije que no. Ordenó por teléfono, bajando la voz: Figeac, diga a los hombres que pueden ir".

    ¿Qué es la pasividad? Tal vez podamos explicarla, a corte literario, a través de El extranjero de Albert Camus. La historia discurre de una forma tan lúcida a la par que desconcertante que a uno le dan ganas de dejarse llevar por la atmósfera cínica, indiferente, prosaica e incluso mordaz de la novela (novelita corta, no sé si llamarla nouvelle) y no andarse con chiquitas narratológicas. Focalización interna, narración nada iterativa y mucho monólogo interior (ordenado tal vez como simples diálogos indirectos). 

    La pasividad, en principio, es no hacer nada. Por ende, podría considerársela como algo meramente individual, como un proceso de nulidad comunicativa y a la postre humana, social. Pero la pasividad, puede ser quizá, un suceso que necesita la intervención de la sociedad, eso sí, alienante. La intervención del prójimo que te despoja de autonomía, la intrusión indeseada de mentes pensantes ajenas, sustitutorias.

    Meursault, su protagonista, no recuerda a su madre, como tampoco se plantea siquiera el amor hacia su fogosa Marie, con la que se deja llevar mirando sus senos mientras van al cine, a bañarse en la playa o a corresponder en silencio las inquietudes existencialistas de la muchacha:

    Por la tarde, Marie vino a buscarme y me preguntó si quería casarme con ella. Le dije que me daba igual y que podíamos hacerlo si era su deseo. Me preguntó entonces si la quería. Contesté, como ya había hecho una vez, que nada significaba eso, pero que ciertamente no la quería. "¿Por qué te casarías entonces conmigo?", dijo ella. Le expliqué que la cosa no tenía importancia alguna, pero que si ella lo deseaba podíamos casarnos. Además, era ella la que lo preguntaba y yo me limitaba a responder que sí.

    Casi de casualidad, Meursault mata a un árabe. Nada de crimen motivado por xenofobia, venganza o arrebato irrefrenable. De hecho, es un crimen pasivo, por mucho que cueste creerlo. Comente un crimen casi como influenciado por su amigo Raymond, que tuvo unos rifirrafes con algún árabe, hermano de su ex-mujer (a quien maltrata con desdén). 

    Toda la segunda parte del libro relata cómo se celebra un juicio de pura ficción; lo remarco porque resulta curioso que las pruebas y los alegatos tomen como punto de referencia la vida pasiva e insensible (en palabras del fiscal) del protagonista, y a partir de cavilaciones sobre su persona se llegue a un veredicto fulminante.

    Sólo una intervención puntual del abogado nos trae atisbos de sensatez, como desvelando la suspensión de incredulidad del juicio:

    ¿Se le acusa, en fin, de haber enterrado a su madre o de haber matado a un hombre?

    Pero esta distinción entre lo estrictamente judicial y las divagaciones fantasiosas parece caer en saco roto. Describiéndonos el juicio, los testimonios y el insoportable calor, Meursalt acaba siendo juzgado como persona antes que como criminal. Su abogado habla incluso por él. El fiscal se aventura a decir que puede ser juzgado por los demás crímenes que sobre los que se ponderará en la misma sala. Le acusa (en un momento álgido que desposee de individualidad a Meursault y lo traslada al plano humano, atávico) de:

    Les pido la cabeza de ese hombre -dijo-, sin la menor preocupación se la pido. Pues aunque haya tenido, en el curso de mi ya larga carrera, ocasión de reclamar penas capitales, nunca como hoy he sentido ese penoso deber compensado, equilibrado, iluminado por la conciencia de un mandamiento imperioso y sagrado y por el horror ante el rostro de un hombre donde nada leo que no sea monstruoso.

    No importan ni las extremaunciones ni las reconsideraciones en el lecho de muerte. Un final irónico pero trágicamente profundo, un sesgo brillante de la humanidad condensado en la pasividad, esto es, la susceptibilidad de dejarse llevar y corresponder así el mal hacer del "prójimo". ¿Es, pues, la pasividad, pecado del sumamente individualista o complicidad hacia una sociedad decadente?



    El extranjero, Madrid: Alianza, 2009, Traductor: José Ángel Valente

    PD: La portada de esta edición inglesa me parece ilustrar mejor las sensaciones que produce la lectura.

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