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  1. Íncubo

    6 feb 2014



    María tachó de la lista todo lo que le quedaba para llevarse: desodorante, mudas de ropa interior (algún sujetador provocativo fue asimismo incluido en caso de ligoteo espontáneo) y algún que otro cachivache fútil sin el cual María no podía seguir siendo una criatura social. Estaba impaciente y le reconoció a su madre que sentía aquel gusanillo de las típicas excursiones de niños pequeños que siempre precedían los días de colonias o de visitas extraescolares. Pero esta vez se iba con unos amigos a recorrer Alemania y parte de Holanda. El viaje prometía ser involvidable. Miró por la ventana: luna nueva. Se acostó tarde, a las doce y media. Aquella noche prefirió dormir unas pocas horas para dormirse luego en el tren que la llevaría hasta el aeropuerto del Prat. Sucedió que la brisa nocturna de Torredembarra era mucho más fresca y suave que lo habitual, por lo que María accedió a dormir con la ventana abierta a riesgo de que algún monstruo invasor la visitara no con buenas intenciones.

    Su grupo de amigos era reducido: Diana y Lucía, que eran no sus mejores amigas (puesto que ella carecía de mejores amigas) pero sí sus confidentes formales y serviciales. A ellas se les añadía un par de chicos amables y diligentes que conocieron el año pasado trabajando en unos grandes almacenes. Su experiencia en los viajes era nula, mientras que las chicas habían visitado infinidad de lugares europeos y no europeos, llegando a hacer el amor con una increíble cantidad de chicos a los que se les solía llamar guiris. Pero todo esto era ajeno a María, a quien la lascivia de las femme fatale le iba grande. Aun así, siempre confiaba en ligarse a un dulce y alto muchachote de culta familia y excelso trabajo.

    A las seis y cuarenta cogió el tren en la estación de RENFE. Se vistió con una camiseta ceñida y normal, unas bermudas apretadas azules de indiferente resultado junto con un calzado deportivo propio de los grandes almacenes. Llevaba una única mochila apretujada con mudas, ropa, tacones, enseres de maquillaje y demás bártulos de innecesario uso. En su bolso llevaba un papel algo arrugado. Mientras el tren se abría camino hacia el aeropuerto del Prat, cogió el papel e intentó alisarlo tanto como pudo. Dio la casualidad de que el día anterior llovió abundantemente cogiendo a María y a su bolso desprevenidos, de forma que la reserva online de los billetes que imprimió quedó en papel mojado. «Bueno, total, el código lo leerán igual digo yo», pensó. Las caras de la gente denotaban la típica modorra matutina que invade, como una niebla colectiva, a todo el personal que se desplaza en aquellos decadentes vagones.

    El encuentro con sus amigos fue eficaz y sin problemas: al bajar del tren, se reunirían en la Terminal 2C, junto a una escultura de un burro o similar animal. Diana venía en coche desde Vilafranca del Penedès, también llevando a cuestas una pesada carga de objetos y efectos personales variopintos. Los demás llegaron algo cargados, no tanto como Diana y María, pero llegaron. El viaje en avión fue tan anodino como todos: la cola de rigor, el embarque hacia el aparato y las pertinentes explicaciones por parte de las azafatas, cuyos circunspectos semblantes parecían sacados de una bolsa de malos actores de teatro. A eso de las doce y media llegaron a Amsterdam y en una hora y media estaban los cinco arrebutidos en un Volkswagen Polo que habían acordado alquilar durante una semana. Las mochilas que no cupieron en el maletero hacían las veces de airbags encima de las rodillas de los que iban detrás: los chicos y Lucía. Diana conducía y María se conformaba con bajar un pelín la ventanilla para gozar del aire fresco y norteño que desplazaba hojas y sueños.

    La vista en Amsterdam fue tan variada como fugaz. No interesaba a nadie dejarse perder en callejuelas y bares de mala muerte. Les interesaba seguir los lugares más turísticos, ir de compras y luego eso sí, salir de fiesta por las noches. El primer día lo pasaron en Holanda, durmiendo en un hostal de deficiente higiene, cuyos pisos alojaban tanto humanos como invertebrados. Los siguientes seis días fueron una oda a Dionisio: alcohol, diversión libérrima y hedonismo por doquier. La presunta cruzada cultural que se supone que este grupo de cinco debió emprender se limitó a lo que hacen la mayoría de turistas, posar al lado de los monumentos más emblemáticos con postura solemne y buscar el próximo objetivo que mereciese la pena más allá de escudriñar cuadros aburridos. Cuando no era un garito de generosas cervezas era un lugar donde poder mostrar la carne, donde el ganado pudiese mezclarse con otros sin importar el sexo. Llegó un momento en el cual el desenfreno fue superior a la razón y la fatalidad daría buena cuenta de ello.

    A María no le acababa de parecer bien aquel modo de viajar, aunque al fin y al cabo quería liberarse un poco de sus ataduras tan arraigadas en el academicismo, la excelencia y la obediencia ejemplar. Al quinto día, un viernes bullicioso en mitad de un bar rockero de Berlín, cerveza en mano, María dijo a sus amigos:

    —Escuchad, antes de que me suba la cerveza me gustaría proponeros una cosilla. ¿Y si nos vamos con el coche a München mañana a primera hora?
    —Bueno, el vuelo sale desde München pero a las... —Diana se quedó un buen rato intentando recordar los horarios, si es que todavía tenían sitio en aquella caja de música traviesa— a las seis de la madrugada, o sea, del Domingo vaya.
    —Ya, por eso, tenemos tiempo de visitar la ciudad así en plan más cultural, que dicen que mola mucho, que los edificios son muy bonitos y bueno, ¡quiero ir pronto! —María soltó la última frase con el tono de un general de la armada que decide lanzar un desembarco crucial.
    —Vale, doncs a què esperem, Maria! Quan et beguis tota la cervesa anem! —secundó uno de los chicos, que siempre tenía la manía de hablar en catalán a María aunque con los demás hablase en castellano.

    El grupo rió singularmente, aceptando de buena gana la propuesta de María para tomarse el sábado con menos prisas y acelerones. Salieron del pub un poco antes de las doce, relativamente pronto. Pasearon un rato por la Simon-Dachs Straβe, saboreando el ambiente estival de aquel centro ocioso de Berlín. La temperatura acompañaba estupendamente aquel intersticio de la razón en medio de la inmensidad de la locura. Se acostaron todos en un hostal de Berlín que disponía de duchas compartidas.

    El sábado siguiente fue provechoso: a las siete de la mañana partieron hacia el sur de Alemania, hacia territorio bávaro: München se cernía majestuosa sobre ellos. Tras buscar un buen lugar de descanso en la ciudad, comieron en un restaurante asequible y dedicaron la tarde a consumar un ocio de tipo más apacible. En una dispersión pasajera del grupo, María se separó para ir sola a un supermercado de la zona. Ahí compró algún que otro tentempié para pasar la mañana siguiente antes de embarcar en el avión. Sin embargo, había algo de gente en la cola por tratarse de un sórdido supermercado de barrio. Ahí le llamó la atención una persona que hacía que la transacción se demorase por culpa de varios contratiempos. María tenía buenas nociones de alemán y era capaz de entenderlo grosso modo, y aquella conversación fue mediada a través de un lenguaje llano. Al parecer, un tipo alto y sereno de largos cabellos cubiertos por una gorra blanca quería llevarse un abundante cargamento de hielo pero se había olvidado el dinero.
    —Haben Sie dann Kreditkarte? —preguntó la cajera
    —Ja, hier... ein Moment bitte... —aquel tipo se vio apurado; era el conductor de una pequeña furgoneta de empresa que estaba mal aparcada delante del supermercado.

    A María le pareció gratificante haber entendido que la cajera le pedía la tarjeta de crédito y que el cliente se la daba, pero dio el caso de que la cajera no creyó al cliente como legítimo propietario de la misma, a pesar de que, según ella oyó, sí coincidían los nombres de la identificación y la tarjeta de crédito:
    —Ja, ja! Die sind gleich aber Sie sind nicht Herr Kohl!
    —Macht nichts! —exclamó el cliente, dejando las bolsas de hielo ahí mismo, encima de la caja; yéndose compungido, caminaba patosamente como teniendo el orgullo herido.
    Los demás lo observaron con cara atónita, a la vez que la cajera, con ayuda de un cliente, retiraban el hielo que tanto pesaba y tan rápido se derretía.

    Tras unas horas de reposo, el grupo de amigos se reunió y decidió dar un último garbeo por algunas zonas de fiesta. En plan despedida, decía Diana. Era un sábado de bastante ajetreo urbano en München. La noche era joven todavía para aquel grupo de cinco que buscaba colmar de historias aquel viaje tan apasionante y frenético que habían emprendido. Se adentraron en una discoteca con aire chic y refinado al que no acudían alternativos ni personajes de harapiento aspecto. Las bebidas eran caras pero el ambiente resultón. María se fue un poco por su cuenta a intentar ligar. El hecho de que nadie de su grupo le hubiese animado a hacerlo resultó un tanto chocante puesto que ella solía ser la representación del raciocinio que batalla contra la euforia y el placer llevados al máximo. Con un perfume de atrayente aroma y su sujetador más delicado, llevaba el pelo suelto de una manera peculiar, no demasiado como para ser tildada de golfa pero lo suficiente como para levantar ánimos en bastantes muchachos de la discoteca.
    —Me voy por ahí a practicar alemán. —dijo María a Diana, recibiendo por completo una sonrisa de la mayor complicidad posible.

    Tal fue su éxito, que en la primera ocasión que tuvo de echarle el anzuelo a un chico lo hizo con un estupendo y jovial mozo bávaro de apenas 30 años. El alemán de María no era demasiado bueno, pero lo justo para poder entablar una conversación anodina y míninamente lógica. El chico la invitó a bailar hacia una zona más apartada, cerca de la barra y del servicio.
    —Ich heiβe Kristian und ich bin Ingenieur. Was machst du?
    —Eh... ich bin María und ich habe eh... zu... nach Deutschland gegangen!
    Kristian soltó una sonora carcajada al escuchar semejantes palabras de acento catalán saliendo de una boca de inmaduras palabras. Tras agitar ligeramente el cóctel Kristian fijó los ojos en María y le explicó con una voz extrañamente didáctica a pesar del ambiente ocioso que había cometido unos cuantos errores gramaticales bastante divertidos. A dicho suceso le siguieron miradas de timidez por parte de María y de altivez por parte del bávaro. Pero no era una altivez orgullosa, era como el semblante moderadamente orgulloso que muestra locuaz el anfitrión ante su colección de joyas. María intentó explicarle mezclando algunas palabras inglesas sobre la marcha que mañana mismo se iban y que ahora tenía ganas de soltarse la melena un poco antes de regresar. El chico se mostró demasiado receptivo ante una propuesta que no necesariamente debía interpretarse literalmente: al poco rato se sentaron en un sofá algo oculto por un biombo japonés donde se tocaron tímida pero lujuriosamente las partes íntimas por encima de la ropa. A medida que la líbido de María aumentaba exponencialmente, el adusto pero atractivo Kristian seguía contándole a María con un alemán comprensible y didáctico que tenía vacaciones y él también buscaba un poco de desahogo. Uno de los amigos de María sonrió cínicamente al ver a su amiga expuesta ante las zarpas de aquel fortalecido y triunfante león. María hizo el ademán de mandar a la porra a su amigo de una forma cariñosamente mala. De nuevo ajenos a las miradas impertinentes, Kristian invitó a María a otra copa, que ella aceptó sin rechistar, casi embrujada por el aura de su nuevo conocido. María se abrió dos botones más de la camisa y le pidió a Kristian que le palpase el pecho: estaba ardiendo de amor. Ella era virgen y él parecía no serlo, por lo que fue él quien, ante la imposibilidad de hacer algo que sería incómodo para los dos, propuso a María salir de la discoteca e ir a otro lugar más oportuno. María declinó la propuesta:
    —Ne! —su cara se había iluminado por una especie de sarpullido de lascivia— zu den Toiletten.
    Kristian sonrió de forma prudente pero satisfactoria: su éxito iba a ser inminente.
    —Du riechst so gut, María...

    Y entraron de incógnito al lavabo. La borrachera de María empezaba a hacer efecto. Lo que antes hubiera sido una vertebración de las ideas pulcra, ahora era un torbellino de espectacular hambre sexual. Había un hombre de mediana edad lavándose las manos que no pudo evitar llamar la atención con la mirada a María, pero ella, ajena a todo, quiso arrastrar a Kristian hacia un cubículo y cerrarse ambos en un espacio opaco donde apenas podía sentarse Kristian sobre el retrete y arrodillarse María. Como una arpía sin compasión, le quitó los pantalones violentamente, doblando torpemente el cinturón y rasgando suavemente la camisa negra que luego dejó al descubierto un pecho rasurado propio de los deportistas de élite. La voracidad inusitada de María la condujo a actuar bajo los efectos de su propia líbido. Al principio, María lamió todo el pecho de Kristian. Se besaron con locura y después ella regresó hacia abajo, trazando un recorrido de babas que cada vez se acercaba más hacia el ombligo de Kristian. Ahí el joven bávaro supo las intenciones de su arpía y afectado por una extraña incomodidad le dijo que no hacía falta hacerlo ahora... con dulces palabras. Pero María decidió que aquella noche sería su primera noche de auténtico desenfreno individualista. Bajó hacia el pubis y retiró todo obstáculo cuanto impedía contemplar el miembro ya duro de Kristian. Él cedió con su hálito de león a las irresistibles oscilaciones de la lengua de María, que ya recorría su glande en sentido antihorario. El resto fue brutalidad sexual. Ella tragó todo el pene y dio rienda suelta a su creatividad sexual. Nunca había hecho nada semejante y al principio sintió un leve arrepentimiento al notar un pequeño sabor amargo propio de la esmegma que se había acumulado en el glande de Kristian, pero al final disfrutó como nadie con aquel juguete del diablo. Tras unos minutos ambos quedaron exhaustos de amor, Kristian cedió a todo cuanto María quisiera. Él eyaculó y ella dudó, pero abrió la boca con ganas de ser complacida. La textura pegajosa inundó toda su lengua y cavidad bucal. Ahí sí notó María una gran incomodidad, que luego aplacó lavándose la boca sin complejos en el lavabo de hombres.

    Kristian, viendo sus ansias iniciales apaciguadas, escribió el e-mail de su empresa en una útil libretilla con bolígrafo incorporado que llevaba en su americana. También le pidió a María que podrían consumar todos sus deseos en su apartamento de las afueras de la ciudad. También le dijo que el desplazamiento no sería problema, que la acomañaría al aeropuerto si ella lo quería. María, con cara de pícara, salió del lávabo y fue a decírselo a Diana.
    —Oye, que he ligado un poco y bueno... me voy con Kristian, que lo he conocido aquí y es muy majo... —las palabras de María fueron dichas sin ningún ánimo de iniciar debate, pues eran más bien como el anuncio que suena en cualquier estación de trenes.
    —María, a ver... que nos iremos pronto y mañana no habrá quien te despierte.
    —Ya, pero podemos quedar en el aeropuerto si eso... ¿no? Dice que él tiene coche y me...
    —Joder, en serio, no me gusta un pelo que te separes ahora. Imagínate que te duermes. Luego ¿qué? Vaya follón. —Diana adoptó un tono severo que otrora hubiera sido tomado en broma, pero contra todo pronóstico, María accedió ante el mandato y calmó sus ansias.
    —Venga, vale, pero espera que voy a hablar un rato con él.

    Tras la primera explosión de éxtasis, la hora posterior que siguió a las relaciones sexuales que Kristian y María habían mantenido pasó sin pena ni gloria. Kristian le prometió a María contestarle por e-mail y hablar largo y tendido, además de practicar español y ayudarle con el alemán. Tras unos minutos de conversa distendida y cansada, se despidieron con un beso discreto que Kristian procuró minimizar, cortado con un seco Tschüss!.

    La ida al aeropuerto de München fue agradable gracias al fresco aire de los primeros días de Junio. El regreso a Barcelona fue desconocido para María, pues cayó en un sueño muy profundo. Al llegar al Prat, los amigos se dividieron y Diana, la más lúcida de todas, trajo de vuelta a María hasta Torredembarra, donde su madre la había estado esperando la mañana del Domingo. Tras el típico reencuentro post-viaje, con la muestra de fotos y de souvenirs, María regresó una vez más a la mundanal rutina con una sonrisilla de fondo que le recordó que debía escribir un e-mail a Kristian. Ahí le explicó que había llegado bien y que gracias a él se iba con un divertido recuerdo. Le invadió la vergüenza al recordar lo que había hecho bajo los efectos del alcohol. Aquel domingo transcurrió sin la menor señal de alteración o ajetreo.


    Pasó una semana y María había encontrado trabajo como recepcionista en un hotel, gracias en parte a su bagaje variado de inglés, francés, alemán e italiano en diversos grados. Eso la distrajo del recuerdo del viaje, pero al siguiente Domingo recibió la respuesta de Kristian:

    Hola María! Yo estoy contento por hablar español con tú. Te quiero. Tu vienes si quieres a Alemania a Stuttgart, tengo también un casa ahí. Adiós!
    Kristian

    Por alguna extraña razón, el e-mail la dejó un tanto indiferente. Quizás rescatada de nuevo por la razón y arrepentida por su indecorosa actuación de hacía una semana, prefirió ver a Kristian como un simple amigo con quien practicar idiomas antes que su príncipe azul. Se sintió un poco mal por haberse dejado llevar de tal forma. Recordó el pene de Kristian y la saliva emergió en su boca a borbotones: escupió en la pica. Notó un leve picor en la boca. Se lavó los dientes lo mejor que pudo y se puso a ver la tele un rato después de cenar.

    María se acostó a eso de las once de la noche, puesto que tuvo un ligero dolor de barriga que le impidió acurrucarse como siempre en su cama y leer un poco. Su habitación era recogida y tranquila. Había pocos muebles, su ventana daba al jardín de su casa, desde donde se podía contemplar aquella noche una preciosa luna fulgente de sinuosas formas. Un insistente traqueteo le molestaba en la barriga, como si un travieso duende la estuviera punzando constantemente con una aguja. Además, sus intestinos se retorcían de un inusitado dolor; parecía que hubieran absorbido azufre del mismísimo infierno, como si un ácido foráneo la estuviera disolviendo desde dentro. Su dolor ya era insoportable y alarmante a todas luces. Llamó a su madre para decirle, con unas tímidas lágrimas que se deslizaban hacia su mentón, que podría estar embarazada.

    Vivía sola en un pequeño piso de Torredembarra que en aquella ocasión le pareció ser una prisión aislada del mundo, en mitad de su congoja insondable, de su puro arrepentimiento. Sin embargo, los nervios y la mala percepción del tiempo le habían jugado una mala pasada. Su madre se desplazó desde Tarragona en coche hasta su casa. La relación madre-hija era suficientemente sólida para que un viaje bajo semejantes circunstancias no resultara algo grave ni urgente.

    —María, ¿cómo vas a estar embarazada si no hubo penetración...? No seas así, vamos.

    María le había explicado a su madre con pelos y señales lo que había sucedido. Intentando correr un tupido velo no sin aclarar que era imposible que los espermatozoides atravesaran todo el aparato digestivo para infiltrarse en su matriz, su madre dio por zanjado el tema, intentando asimismo ser aprensiva con la fobia o la obsesión que María tenía a veces hacia los riesgos, fueran sexuales o no. Parecía ser que su madre era ya consciente de que María no estaba todavía preparada para acarrear semejantes cavilaciones, ni mucho menos aplacar sus temores más infundados. Aquella noche durmió bajo el beneplácito atento de una luna llena ubérrima. La ventana permaneció abierta, al acecho de pequeños y pérfidos monstruos nocturnos.

    Al despertarse hacia las ocho de la mañana, María sintió que el dolor punzante de su estómago comenzaba a remitir, no sin manifestar una resistencia digna de elogio. Tal fue su extrañeza que comprobó su tensión arterial, su temperatura corporal y sus niveles de azúcar. Nada pareció indicar algo grave, por lo que abrió la nevera para comer otro de aquellos deliciosos melocotones de sabor cercano a la ambrosía. Al percatarse de que no estaban en la nevera sino en un cesto pequeño sobre la mesa, todo encajó. Ayer comió un melocotón del cesto, sin la protección térmica y aséptica que ofrecen los frigoríficos. Inspeccionó los otros dos melocotones y la pera maltrecha que había. Gusanos por todos lados. Agujeros y más agujeros. María se mareó un poco, pues los gusanos blancos y diminutos que agitaban su cuerpecito de anélido para desplazarse a través de la fruta no eran santo de su devoción. La fruta en mal estado y no unas relaciones sexuales tempestivas habían causado tal dolor de barriga, seguido todo ello de una notoria y reivindicativa diarrea. Volvió a observar los melocotones una vez más antes de lanzarlos al cubo de desechos orgánicos, que ya emanaba aquel familiar hedor. La germinación y el nacimiento de los gusanos era un proceso tan natural como abyecto para María. La tapa del cubo procuró ocultarlo todo. Ató la bolsa y se deshizo de ella con la premura propia de los que han asesinado a un ser querido.

    Aquel día comenzaba su novedosa jornada laboral en el hotel. Los días pasaron con la lentitud de la monotonía pero con la rapidez paradójica de la misma. Algo parecido a una alergia hizo toser bastante a María aquellos días. No obstante, el jueves 21 de Junio notó algo extraño en su boca. Esta vez no era ningún embarazo, era más bien como si un ente extraño se paseara por sus anchas a lo largo y ancho de sus órganos articulatorios. Al llegar a casa sobre las seis de la tarde se lavó la boca con un antiséptico recién comprado del día anterior al haberse lavado antes los dientes. La sensación de que algo extraño permanecía en su boca seguía. Se miró la boca en el espejo de frente y luego de costado. Lo vio: llagas blancas y rugosas, como si fueran manchas solidificadas de sal que le impidiesen comer y respirar bien. Su boca estaba infecta desde los alveolos hasta la úvula. Tosió de nuevo. Se hurgó las llagas con un bastoncillo para lavar las orejas y todo cuanto extrajo fue en vano, pues aquellas llagas eran realmente abundantes. Observó atentamente la viscosidad asquerosa que se había impregnado en el extremo del bastoncillo. Aquella vez era distinto, pues había pruebas fehacientes de que algo no iba bien, hecho suficiente para llamar a su madre y concertar visita vía mutua para el médico de cabecera.

    —Creo que es una infección causada por hongos. No es algo inusual, aunque no sé qué causas exactas puede causarlo. Lo que me extraña es esta tos, que parece motivada por alguna infección rara en los pulmones. Mañana mismo tendrás visita para el otorrinolaringólogo.

    El veredicto inicial del médico de cabecera pareció seguro y veraz, aunque María no pudo evitar confesar una intimidad que parecía venir a cuento:
    —Verá, y si en caso de sexo oral hay contacto con esperma... ¿hay hongos o algo?
    —No, no tiene nada que ver. Aunque si las condiciones higiénicas eran muy malas, podría haber desembocado en alguna enfermedad venérea, pero tú no presentas síntomas propios. Como digo, el otorrino te lo sabrá diagnosticar mejor... —el médico parecía sentir una actitud insualmente empática hacia aquella paciente cuya expresión facial mostraba terror y angustia— Pero no hay de qué preocuparse, las infecciones de hongos no son tan anormales. El tratamiento es sencillo y rápido, a ver qué nos dice el otorrino.
    Aquella noche María cenó un envase de comida preparada del supermercado. Sus manías nunca habían afectado a sus hábitos alimenticios, pero esta vez sentía auténtica repudia hacia cualquier entidad viva, bacteriana, orgánica... fúngica. Al menos, el fresquito vespertino de Torredembarra le ayudaba a dormir más plácidamente, a pesar del acuciante calor.

    —Tienes una infección causada por hongos, pero por lo que veo, no es normal que las llagas lleguen hasta tal profundidad. La infección se ha contagiado hacia los alveolos pulmonares, pero no es ni mucho menos peligrosa. —Aquella vez, hasta su madre sintió pánico— Lo que hay que hacer es examinarte la boca y la laringe.

    De golpe, una sensación ominosa invadió por completo a María al escuchar la palabra laringe. Se imaginó, por muchas negativas científicas que hubiera al respecto, pequeñas larvas con tentáculos incubándose en su laringe, provenientes de la esperma de Kristian. Tras varios exámenes y radiografías, el otorrino accedió a explicarle a María lo que realmente tenía en su interior:

    —Lo siento mucho por el retraso, eh... María. A ver, no os asustéis, la infección se puede controlar, pero lo raro es que los hongos que tienes son muy raros. Los hongos de tipo Mucor y Aspergillus han sido hallados a lo largo de la boca y la laringe, así como de forma ya residual en los alveolos. Han causado una infección de lo más normal puesto que su contacto con tejido vivo es inusual. Pero a ver, cómo decirlo... has mantenido contacto de una forma voluntaria o involuntaria con tejido muerto, con un cadáver humano. Estos hongos son propios de los procesos de descomposición post-mortem.
    —Tuve sexo oral con un chico vivo. —dijo María, con la compostura necesaria para abordar un juicio, a lo que le siguió una risotada irónica e impotente.
    —Acabo de llamar a la policía. Es el protocolo siempre que surjan indicios de un proceso propio del post-mortem. Por favor, necesitaría vuestra colaboración. ¿Con qu...?

    María, tras escuchar las palabras policía y post-mortem se irguió de la silla y cabizbaja rompió en agudos sollozos. Su aparente tranquilidad era el recubrimiento de una bomba que tenía una mecha muy corta.
    —Vamos, hija, tranquila. Piensa, igual algún alimento en mal estado o algún insecto o...
    —No, es imposible. Tened en cuenta que para que los hongos puedan germinar en su boca es necesario un contacto directo con un cadáver humano... Debió de ingerir algo o meterse algo en la boca que contenía dichos hongos. Pero está claro que esto me supera... es la primera vez que detecto semejantes hongos en una persona viva. Digno de un médico forense. —El otorrino mostraba también cierta congoja hacia un caso que ni él mismo era capaz de entrever con meridiana claridad.

    Los minutos pasaron y al cabo de un par de días María había mantenido ya un largo y tenso interrogatorio con la sección de policía científica de los Mossos d'Esquadra. Todo había sido explicado. María comenzó a recibir tratamiento psicológico, puesto que sus primerizas cavilaciones derivaron en serias obsesiones patológicas.

    Diana fue la única del grupo que fue informada del mal trago que estaba pasando María, puesto que su madre no quería que se difundiesen rumores por las malas lenguas. Fue gracias a ella que la policía pudo dar un paso adelante en la investigación. Diana le dijo a María que les enseñase los e-mails que había intercambiado con Kristian para ver si mediante algún tejemaneje era posible sacar algo en claro:

    Hola María! Yo estoy contento por hablar español con tú. Te quiero. Tu vienes si quieres a Alemania a Stuttgart, tengo también un casa ahí. Adiós!
    Kristian

    Más allá de los errores gramaticales y ortográficos propios de un aprendiz de español, no había indicios de poder sonsacar algo de dicho mensaje. Sería descabellado pedir a la policía federal alemana que peinase todo Stuttgart y München.

    Una noche calurosa, más concretamente la del 29 de Junio, Diana se quedó con María para ayudarle a digerir mejor sus obsesiones y paranoias que tan difícil le hacían la tarea de dormir. María y Diana vieron la luz cuando se fijaron en el e-mail que Kristian había usado: info@eiserinfrastructure.com.
    —Sí, Kristian me dio su e-mail de empresa.
    —Hay que decirlo a la policía. —contestó Diana, abrazando a María.

    El tratamiento psicológico de María fue tan duro para ella como para su madre. Poco a poco, más personas cercanas a la madre y la hija fueron informadas de lo sucedido, obviando los detalles más escabrosos. Las noches pasaban tranquilas, la luna renacía en su eterno ciclo y los monstruos imaginarios seguían danzando al son de la luna, cerca de la habitación de María.

    Al cabo de los pocos días, los Mossos d'Esquadra en conjunto con la Policía Nacional resolvieron gracias a la colaboración de la policía federal alemana el acertijo, propuesto en los periódicos locales de Stuttgart desde hacía tiempo:

    Es gibt noch ein Monstrum in Stuttgart: Der Töter ist noch nicht festgenommen
    ...

    Los periódicos de Stuttgart ya habían alertado desde hacía un tiempo que «Todavía hay un monstruo en Stuttgart: El asesino todavía no ha sido arrestado», explicando que un misterioso hombre había raptado a seis jóvenes oriundas de Stuttgart sin dejar rastro. Al parecer, el modus operandi siempre era el mismo, pero en la sexta ocasión hubo muestras de que el raptor había matado in situ a su última víctima y había huido a otra ciudad, a München. La policía federal investigó el personal de la empresa EISNER Infrastructures hasta dar con Kristian Kohl, residente y con partida de nacimiento en Stuttgart. Cambiaba su aspecto físico para evitar ser detectado.

    María sintió un impactante escalofrío que recorrió todo su cuerpo al conocer la última pieza clave del rompecabezas: en las afueras de Stuttgart se echó abajo la puerta de un lujoso apartamento donde seis cadáveres de mujeres en distintos estados de descomposición fueron hallados. Los indicios eran claros: los miembros y cabezas de los cadáveres se habían incinerado en Karlsruhe, a 80 kilómetros de Stuttgart, mientras que los torsos se conservaban en montones de hielo y neveras pequeñas.


    María abrazó a Diana con todas sus fuerzas.

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