María
tachó de la lista todo lo que le quedaba para llevarse: desodorante,
mudas de ropa interior (algún sujetador provocativo fue asimismo
incluido en caso de ligoteo espontáneo) y algún que otro cachivache
fútil sin el cual María no podía seguir siendo una criatura
social. Estaba impaciente y le reconoció a su madre que sentía
aquel gusanillo de las típicas excursiones de niños pequeños que
siempre precedían los días de colonias o de visitas extraescolares.
Pero esta vez se iba con unos amigos a recorrer Alemania y parte de
Holanda. El viaje prometía ser involvidable. Miró por la ventana:
luna nueva. Se acostó tarde, a las doce y media. Aquella noche
prefirió dormir unas pocas horas para dormirse luego en el tren que
la llevaría hasta el aeropuerto del Prat. Sucedió que la brisa
nocturna de Torredembarra era mucho más fresca y suave que lo
habitual, por lo que María accedió a dormir con la ventana abierta
a riesgo de que algún monstruo invasor la visitara no con buenas
intenciones.
Su
grupo de amigos era reducido: Diana y Lucía, que eran no sus mejores
amigas (puesto que ella carecía de mejores amigas) pero sí sus
confidentes formales y serviciales. A ellas se les añadía un par de
chicos amables y diligentes que conocieron el año pasado trabajando
en unos grandes almacenes. Su experiencia en los viajes era nula,
mientras que las chicas habían visitado infinidad de lugares
europeos y no europeos, llegando a hacer el amor con una increíble
cantidad de chicos a los que se les solía llamar guiris.
Pero todo esto era ajeno a María, a quien la lascivia de las femme
fatale
le iba grande. Aun así, siempre confiaba en ligarse a un dulce y
alto muchachote de culta familia y excelso trabajo.
A
las seis y cuarenta cogió el tren en la estación de RENFE. Se
vistió con una camiseta ceñida y normal, unas bermudas apretadas
azules de indiferente resultado junto con un calzado deportivo propio
de los grandes almacenes. Llevaba una única mochila apretujada con
mudas, ropa, tacones, enseres de maquillaje y demás bártulos de
innecesario uso. En su bolso llevaba un papel algo arrugado. Mientras
el tren se abría camino hacia el aeropuerto del Prat, cogió el
papel e intentó alisarlo tanto como pudo. Dio la casualidad de que
el día anterior llovió abundantemente cogiendo a María y a su
bolso desprevenidos, de forma que la reserva online de los billetes
que imprimió quedó en papel mojado. «Bueno,
total, el código lo leerán igual digo yo»,
pensó. Las caras de la gente denotaban la típica modorra matutina
que invade, como una niebla colectiva, a todo el personal que se
desplaza en aquellos decadentes vagones.
El encuentro con sus
amigos fue eficaz y sin problemas: al bajar del tren, se reunirían
en la Terminal 2C, junto a una escultura de un burro o similar
animal. Diana venía en coche desde Vilafranca del Penedès, también
llevando a cuestas una pesada carga de objetos y efectos personales
variopintos. Los demás llegaron algo cargados, no tanto como Diana y
María, pero llegaron. El viaje en avión fue tan anodino como todos:
la cola de rigor, el embarque hacia el aparato y las pertinentes
explicaciones por parte de las azafatas, cuyos circunspectos
semblantes parecían sacados de una bolsa de malos actores de teatro.
A eso de las doce y media llegaron a Amsterdam y en una hora y media
estaban los cinco arrebutidos en un Volkswagen Polo que habían
acordado alquilar durante una semana. Las mochilas que no cupieron en
el maletero hacían las veces de airbags encima de las rodillas de
los que iban detrás: los chicos y Lucía. Diana conducía y María
se conformaba con bajar un pelín la ventanilla para gozar del aire
fresco y norteño que desplazaba hojas y sueños.
La vista en Amsterdam
fue tan variada como fugaz. No interesaba a nadie dejarse perder en
callejuelas y bares de mala muerte. Les interesaba seguir los lugares
más turísticos, ir de compras y luego eso sí, salir de fiesta por
las noches. El primer día lo pasaron en Holanda, durmiendo en un
hostal de deficiente higiene, cuyos pisos alojaban tanto humanos como
invertebrados. Los siguientes seis días fueron una oda a Dionisio:
alcohol, diversión libérrima y hedonismo por doquier. La presunta
cruzada cultural que se supone que este grupo de cinco debió
emprender se limitó a lo que hacen la mayoría de turistas, posar al
lado de los monumentos más emblemáticos con postura solemne y
buscar el próximo objetivo que mereciese la pena más allá de
escudriñar cuadros aburridos. Cuando no era un garito de generosas
cervezas era un lugar donde poder mostrar la carne, donde el ganado
pudiese mezclarse con otros sin importar el sexo. Llegó un momento
en el cual el desenfreno fue superior a la razón y la fatalidad
daría buena cuenta de ello.
A María no le acababa
de parecer bien aquel modo de viajar, aunque al fin y al cabo quería
liberarse un poco de sus ataduras tan arraigadas en el academicismo,
la excelencia y la obediencia ejemplar. Al quinto día, un viernes
bullicioso en mitad de un bar rockero de Berlín, cerveza en mano,
María dijo a sus amigos:
—Escuchad,
antes de que me suba la cerveza me gustaría proponeros una cosilla.
¿Y si nos vamos con el coche a München mañana a primera hora?
—Bueno,
el vuelo sale desde München pero a las... —Diana se quedó un buen
rato intentando recordar los horarios, si es que todavía tenían
sitio en aquella caja de música traviesa— a las seis de la
madrugada, o sea, del Domingo vaya.
—Ya,
por eso, tenemos tiempo de visitar la ciudad así en plan más
cultural, que dicen que mola mucho, que los edificios son muy bonitos
y bueno, ¡quiero ir pronto! —María soltó la última frase con el
tono de un general de la armada que decide lanzar un desembarco
crucial.
—Vale,
doncs a què esperem, Maria! Quan et beguis tota la cervesa anem!
—secundó uno de los chicos, que siempre tenía la manía de hablar
en catalán a María aunque con los demás hablase en castellano.
El
grupo rió singularmente, aceptando de buena gana la propuesta de
María para tomarse el sábado con menos prisas y acelerones.
Salieron del pub un poco antes de las doce, relativamente pronto.
Pasearon un rato por la Simon-Dachs Straβe,
saboreando el ambiente estival de aquel centro ocioso de Berlín. La
temperatura acompañaba estupendamente aquel intersticio de la razón
en medio de la inmensidad de la locura. Se acostaron todos en un
hostal de Berlín que disponía de duchas compartidas.
El
sábado siguiente fue provechoso: a las siete de la mañana partieron
hacia el sur de Alemania, hacia territorio bávaro: München se
cernía majestuosa sobre ellos. Tras buscar un buen lugar de descanso
en la ciudad, comieron en un restaurante asequible y dedicaron la
tarde a consumar un ocio de tipo más apacible. En una dispersión
pasajera del grupo, María se separó para ir sola a un supermercado
de la zona. Ahí compró algún que otro tentempié para pasar la
mañana siguiente antes de embarcar en el avión. Sin embargo, había
algo de gente en la cola por tratarse de un sórdido supermercado de
barrio. Ahí le llamó la atención una persona que hacía que la
transacción se demorase por culpa de varios contratiempos. María
tenía buenas nociones de alemán y era capaz de entenderlo grosso
modo,
y aquella conversación fue mediada a través de un lenguaje llano.
Al parecer, un tipo alto y sereno de largos cabellos cubiertos por
una gorra blanca quería llevarse un abundante cargamento de hielo
pero se había olvidado el dinero.
—Haben
Sie dann Kreditkarte? —preguntó la cajera
—Ja,
hier... ein Moment bitte... —aquel tipo se vio apurado; era el
conductor de una pequeña furgoneta de empresa que estaba mal
aparcada delante del supermercado.
A María le pareció
gratificante haber entendido que la cajera le pedía la tarjeta de
crédito y que el cliente se la daba, pero dio el caso de que la
cajera no creyó al cliente como legítimo propietario de la misma, a
pesar de que, según ella oyó, sí coincidían los nombres de la
identificación y la tarjeta de crédito:
—Ja,
ja! Die sind gleich aber Sie sind nicht Herr Kohl!
—Macht
nichts! —exclamó el cliente, dejando las bolsas de hielo ahí
mismo, encima de la caja; yéndose compungido, caminaba patosamente
como teniendo el orgullo herido.
Los demás lo
observaron con cara atónita, a la vez que la cajera, con ayuda de un
cliente, retiraban el hielo que tanto pesaba y tan rápido se
derretía.
Tras
unas horas de reposo, el grupo de amigos se reunió y decidió dar un
último garbeo por algunas zonas de fiesta. En
plan despedida,
decía Diana. Era un sábado de bastante ajetreo urbano en München.
La noche era joven todavía para aquel grupo de cinco que buscaba
colmar de historias aquel viaje tan apasionante y frenético que
habían emprendido. Se adentraron en una discoteca con aire chic
y
refinado al que no acudían alternativos ni personajes de harapiento
aspecto. Las bebidas eran caras pero el ambiente resultón. María se
fue un poco por su cuenta a intentar ligar. El hecho de que nadie de
su grupo le hubiese animado a hacerlo resultó un tanto chocante
puesto que ella solía ser la representación del raciocinio que
batalla contra la euforia y el placer llevados al máximo. Con un
perfume de atrayente aroma y su sujetador más delicado, llevaba el
pelo suelto de una manera peculiar, no demasiado como para ser
tildada de golfa pero lo suficiente como para levantar ánimos en
bastantes muchachos de la discoteca.
—Me
voy por ahí a practicar alemán. —dijo María a Diana, recibiendo
por completo una sonrisa de la mayor complicidad posible.
Tal fue su éxito, que
en la primera ocasión que tuvo de echarle el anzuelo a un chico lo
hizo con un estupendo y jovial mozo bávaro de apenas 30 años. El
alemán de María no era demasiado bueno, pero lo justo para poder
entablar una conversación anodina y míninamente lógica. El chico
la invitó a bailar hacia una zona más apartada, cerca de la barra y
del servicio.
—Ich
heiβe
Kristian und ich bin Ingenieur. Was machst du?
—Eh...
ich bin María und ich habe eh... zu... nach Deutschland gegangen!
Kristian soltó una
sonora carcajada al escuchar semejantes palabras de acento catalán
saliendo de una boca de inmaduras palabras. Tras agitar ligeramente
el cóctel Kristian fijó los ojos en María y le explicó con una
voz extrañamente didáctica a pesar del ambiente ocioso que había
cometido unos cuantos errores gramaticales bastante divertidos. A
dicho suceso le siguieron miradas de timidez por parte de María y de
altivez por parte del bávaro. Pero no era una altivez orgullosa, era
como el semblante moderadamente orgulloso que muestra locuaz el
anfitrión ante su colección de joyas. María intentó explicarle
mezclando algunas palabras inglesas sobre la marcha que mañana mismo
se iban y que ahora tenía ganas de soltarse la melena un poco antes
de regresar. El chico se mostró demasiado receptivo ante una
propuesta que no necesariamente debía interpretarse literalmente: al
poco rato se sentaron en un sofá algo oculto por un biombo japonés
donde se tocaron tímida pero lujuriosamente las partes íntimas por
encima de la ropa. A medida que la líbido de María aumentaba
exponencialmente, el adusto pero atractivo Kristian seguía
contándole a María con un alemán comprensible y didáctico que
tenía vacaciones y él también buscaba un poco de desahogo. Uno de
los amigos de María sonrió cínicamente al ver a su amiga expuesta
ante las zarpas de aquel fortalecido y triunfante león. María hizo
el ademán de mandar a la porra a su amigo de una forma cariñosamente
mala. De nuevo ajenos a las miradas impertinentes, Kristian invitó a
María a otra copa, que ella aceptó sin rechistar, casi embrujada
por el aura de su nuevo conocido. María se abrió dos botones más
de la camisa y le pidió a Kristian que le palpase el pecho: estaba
ardiendo de amor. Ella era virgen y él parecía no serlo, por lo que
fue él quien, ante la imposibilidad de hacer algo que sería
incómodo para los dos, propuso a María salir de la discoteca e ir a
otro lugar más oportuno. María declinó la propuesta:
—Ne!
—su cara se había iluminado por una especie de sarpullido de
lascivia— zu den Toiletten.
Kristian sonrió de
forma prudente pero satisfactoria: su éxito iba a ser inminente.
—Du
riechst so gut, María...
Y entraron de incógnito
al lavabo. La borrachera de María empezaba a hacer efecto. Lo que
antes hubiera sido una vertebración de las ideas pulcra, ahora era
un torbellino de espectacular hambre sexual. Había un hombre de
mediana edad lavándose las manos que no pudo evitar llamar la
atención con la mirada a María, pero ella, ajena a todo, quiso
arrastrar a Kristian hacia un cubículo y cerrarse ambos en un
espacio opaco donde apenas podía sentarse Kristian sobre el retrete
y arrodillarse María. Como una arpía sin compasión, le quitó los
pantalones violentamente, doblando torpemente el cinturón y rasgando
suavemente la camisa negra que luego dejó al descubierto un pecho
rasurado propio de los deportistas de élite. La voracidad inusitada
de María la condujo a actuar bajo los efectos de su propia líbido.
Al principio, María lamió todo el pecho de Kristian. Se besaron con
locura y después ella regresó hacia abajo, trazando un recorrido de
babas que cada vez se acercaba más hacia el ombligo de Kristian. Ahí
el joven bávaro supo las intenciones de su arpía y afectado por una
extraña incomodidad le dijo que no hacía falta hacerlo ahora... con
dulces palabras. Pero María decidió que aquella noche sería su
primera noche de auténtico desenfreno individualista. Bajó hacia el
pubis y retiró todo obstáculo cuanto impedía contemplar el miembro
ya duro de Kristian. Él cedió con su hálito de león a las
irresistibles oscilaciones de la lengua de María, que ya recorría
su glande en sentido antihorario. El resto fue brutalidad sexual.
Ella tragó todo el pene y dio rienda suelta a su creatividad sexual.
Nunca había hecho nada semejante y al principio sintió un leve
arrepentimiento al notar un pequeño sabor amargo propio de la
esmegma que se había acumulado en el glande de Kristian, pero al
final disfrutó como nadie con aquel juguete del diablo. Tras unos
minutos ambos quedaron exhaustos de amor, Kristian cedió a todo
cuanto María quisiera. Él eyaculó y ella dudó, pero abrió la
boca con ganas de ser complacida. La textura pegajosa inundó toda su
lengua y cavidad bucal. Ahí sí notó María una gran incomodidad,
que luego aplacó lavándose la boca sin complejos en el lavabo de
hombres.
Kristian, viendo sus
ansias iniciales apaciguadas, escribió el e-mail de su empresa en
una útil libretilla con bolígrafo incorporado que llevaba en su
americana. También le pidió a María que podrían consumar todos
sus deseos en su apartamento de las afueras de la ciudad. También le
dijo que el desplazamiento no sería problema, que la acomañaría al
aeropuerto si ella lo quería. María, con cara de pícara, salió
del lávabo y fue a decírselo a Diana.
—Oye,
que he ligado un poco y bueno... me voy con Kristian, que lo he
conocido aquí y es muy majo... —las palabras de María fueron
dichas sin ningún ánimo de iniciar debate, pues eran más bien como
el anuncio que suena en cualquier estación de trenes.
—María,
a ver... que nos iremos pronto y mañana no habrá quien te
despierte.
—Ya,
pero podemos quedar en el aeropuerto si eso... ¿no? Dice que él
tiene coche y me...
—Joder,
en serio, no me gusta un pelo que te separes ahora. Imagínate que te
duermes. Luego ¿qué? Vaya follón. —Diana adoptó un tono severo
que otrora hubiera sido tomado en broma, pero contra todo pronóstico,
María accedió ante el mandato y calmó sus ansias.
—Venga,
vale, pero espera que voy a hablar un rato con él.
Tras
la primera explosión de éxtasis, la hora posterior que siguió a
las relaciones sexuales que Kristian y María habían mantenido pasó
sin pena ni gloria. Kristian le prometió a María contestarle por
e-mail y hablar largo y tendido, además de practicar español y
ayudarle con el alemán. Tras unos minutos de conversa distendida y
cansada, se despidieron con un beso discreto que Kristian procuró
minimizar, cortado con un seco Tschüss!.
La
ida al aeropuerto de München fue agradable gracias al fresco aire de
los primeros días de Junio. El regreso a Barcelona fue desconocido
para María, pues cayó en un sueño muy profundo. Al llegar al Prat,
los amigos se dividieron y Diana, la más lúcida de todas, trajo de
vuelta a María hasta Torredembarra, donde su madre la había estado
esperando la mañana del Domingo. Tras el típico reencuentro
post-viaje, con la muestra de fotos y de souvenirs, María regresó
una vez más a la mundanal rutina con una sonrisilla de fondo que le
recordó que debía escribir un e-mail a Kristian. Ahí le explicó
que había llegado bien y que gracias a él se iba con un divertido
recuerdo. Le invadió la vergüenza al recordar lo que había hecho
bajo los efectos del alcohol. Aquel domingo transcurrió sin la menor
señal de alteración o ajetreo.
Pasó
una semana y María había encontrado trabajo como recepcionista en
un hotel, gracias en parte a su bagaje variado de inglés, francés,
alemán e italiano en diversos grados. Eso la distrajo del recuerdo
del viaje, pero al siguiente Domingo recibió la respuesta de
Kristian:
Hola
María! Yo estoy contento por hablar español con tú. Te quiero. Tu
vienes si quieres a Alemania a Stuttgart, tengo también un casa ahí.
Adiós!
Kristian
Por alguna extraña
razón, el e-mail la dejó un tanto indiferente. Quizás rescatada de
nuevo por la razón y arrepentida por su indecorosa actuación de
hacía una semana, prefirió ver a Kristian como un simple amigo con
quien practicar idiomas antes que su príncipe azul. Se sintió un
poco mal por haberse dejado llevar de tal forma. Recordó el pene de
Kristian y la saliva emergió en su boca a borbotones: escupió en la
pica. Notó un leve picor en la boca. Se lavó los dientes lo mejor
que pudo y se puso a ver la tele un rato después de cenar.
María
se acostó a eso de las once de la noche, puesto que tuvo un ligero
dolor de barriga que le impidió acurrucarse como siempre en su cama
y leer un
poco. Su habitación era recogida y tranquila. Había pocos muebles,
su ventana daba al jardín de su casa, desde donde se podía
contemplar aquella noche una preciosa luna fulgente de sinuosas
formas. Un insistente traqueteo le molestaba en la barriga, como si
un travieso duende la estuviera punzando constantemente con una
aguja. Además, sus intestinos se retorcían de un inusitado dolor;
parecía que hubieran absorbido azufre del mismísimo infierno, como
si un ácido foráneo la estuviera disolviendo desde dentro. Su dolor
ya era insoportable y alarmante a todas luces. Llamó a su madre para
decirle, con unas tímidas lágrimas que se deslizaban hacia su
mentón, que podría estar embarazada.
Vivía sola en un
pequeño piso de Torredembarra que en aquella ocasión le pareció
ser una prisión aislada del mundo, en mitad de su congoja
insondable, de su puro arrepentimiento. Sin embargo, los nervios y la
mala percepción del tiempo le habían jugado una mala pasada. Su
madre se desplazó desde Tarragona en coche hasta su casa. La
relación madre-hija era suficientemente sólida para que un viaje
bajo semejantes circunstancias no resultara algo grave ni urgente.
—María,
¿cómo vas a estar embarazada si no hubo penetración...? No seas
así, vamos.
María le había
explicado a su madre con pelos y señales lo que había sucedido.
Intentando correr un tupido velo no sin aclarar que era imposible que
los espermatozoides atravesaran todo el aparato digestivo para
infiltrarse en su matriz, su madre dio por zanjado el tema,
intentando asimismo ser aprensiva con la fobia o la obsesión que
María tenía a veces hacia los riesgos, fueran sexuales o no.
Parecía ser que su madre era ya consciente de que María no estaba
todavía preparada para acarrear semejantes cavilaciones, ni mucho
menos aplacar sus temores más infundados. Aquella noche durmió bajo
el beneplácito atento de una luna llena ubérrima. La ventana
permaneció abierta, al acecho de pequeños y pérfidos monstruos
nocturnos.
Al despertarse hacia
las ocho de la mañana, María sintió que el dolor punzante de su
estómago comenzaba a remitir, no sin manifestar una resistencia
digna de elogio. Tal fue su extrañeza que comprobó su tensión
arterial, su temperatura corporal y sus niveles de azúcar. Nada
pareció indicar algo grave, por lo que abrió la nevera para comer
otro de aquellos deliciosos melocotones de sabor cercano a la
ambrosía. Al percatarse de que no estaban en la nevera sino en un
cesto pequeño sobre la mesa, todo encajó. Ayer comió un melocotón
del cesto, sin la protección térmica y aséptica que ofrecen los
frigoríficos. Inspeccionó los otros dos melocotones y la pera
maltrecha que había. Gusanos por todos lados. Agujeros y más
agujeros. María se mareó un poco, pues los gusanos blancos y
diminutos que agitaban su cuerpecito de anélido para desplazarse a
través de la fruta no eran santo de su devoción. La fruta en mal
estado y no unas relaciones sexuales tempestivas habían causado tal
dolor de barriga, seguido todo ello de una notoria y reivindicativa
diarrea. Volvió a observar los melocotones una vez más antes de
lanzarlos al cubo de desechos orgánicos, que ya emanaba aquel
familiar hedor. La germinación y el nacimiento de los gusanos era un
proceso tan natural como abyecto para María. La tapa del cubo
procuró ocultarlo todo. Ató la bolsa y se deshizo de ella con la
premura propia de los que han asesinado a un ser querido.
Aquel día comenzaba su
novedosa jornada laboral en el hotel. Los días pasaron con la
lentitud de la monotonía pero con la rapidez paradójica de la
misma. Algo parecido a una alergia hizo toser bastante a María
aquellos días. No obstante, el jueves 21 de Junio notó algo extraño
en su boca. Esta vez no era ningún embarazo, era más bien como si
un ente extraño se paseara por sus anchas a lo largo y ancho de sus
órganos articulatorios. Al llegar a casa sobre las seis de la tarde
se lavó la boca con un antiséptico recién comprado del día
anterior al haberse lavado antes los dientes. La sensación de que
algo extraño permanecía en su boca seguía. Se miró la boca en el
espejo de frente y luego de costado. Lo vio: llagas blancas y
rugosas, como si fueran manchas solidificadas de sal que le
impidiesen comer y respirar bien. Su boca estaba infecta desde los
alveolos hasta la úvula. Tosió de nuevo. Se hurgó las llagas con
un bastoncillo para lavar las orejas y todo cuanto extrajo fue en
vano, pues aquellas llagas eran realmente abundantes. Observó
atentamente la viscosidad asquerosa que se había impregnado en el
extremo del bastoncillo. Aquella vez era distinto, pues había
pruebas fehacientes de que algo no iba bien, hecho suficiente para
llamar a su madre y concertar visita vía mutua para el médico de
cabecera.
—Creo
que es una infección causada por hongos. No es algo inusual, aunque
no sé qué causas exactas puede causarlo. Lo que me extraña es esta
tos, que parece motivada por alguna infección rara en los pulmones.
Mañana mismo tendrás visita para el otorrinolaringólogo.
El veredicto inicial
del médico de cabecera pareció seguro y veraz, aunque María no
pudo evitar confesar una intimidad que parecía venir a cuento:
—Verá,
y si en caso de sexo oral hay contacto con esperma... ¿hay hongos o
algo?
—No,
no tiene nada que ver. Aunque si las condiciones higiénicas eran muy
malas, podría haber desembocado en alguna enfermedad venérea, pero
tú no presentas síntomas propios. Como digo, el otorrino te lo
sabrá diagnosticar mejor... —el médico parecía sentir una
actitud insualmente empática hacia aquella paciente cuya expresión
facial mostraba terror y angustia— Pero no hay de qué preocuparse,
las infecciones de hongos no son tan anormales. El tratamiento es
sencillo y rápido, a ver qué nos dice el otorrino.
Aquella noche María
cenó un envase de comida preparada del supermercado. Sus manías
nunca habían afectado a sus hábitos alimenticios, pero esta vez
sentía auténtica repudia hacia cualquier entidad viva, bacteriana,
orgánica... fúngica. Al menos, el fresquito vespertino de
Torredembarra le ayudaba a dormir más plácidamente, a pesar del
acuciante calor.
—Tienes
una infección causada por hongos, pero por lo que veo, no es normal
que las llagas lleguen hasta tal profundidad. La infección se ha
contagiado hacia los alveolos pulmonares, pero no es ni mucho menos
peligrosa. —Aquella vez, hasta su madre sintió pánico— Lo que
hay que hacer es examinarte la boca y la laringe.
De
golpe, una sensación ominosa invadió por completo a María al
escuchar la palabra laringe.
Se imaginó, por muchas negativas científicas que hubiera al
respecto, pequeñas larvas con tentáculos incubándose en su
laringe, provenientes de la esperma de Kristian. Tras varios exámenes
y radiografías, el otorrino accedió a explicarle a María lo que
realmente tenía en su interior:
—Lo
siento mucho por el retraso, eh... María. A ver, no os asustéis, la
infección se puede controlar, pero lo raro es que los hongos que
tienes son muy raros. Los hongos de tipo Mucor
y
Aspergillus
han
sido hallados a lo largo de la boca y la laringe, así como de forma
ya residual en los alveolos. Han causado una infección de lo más
normal puesto que su contacto con tejido vivo es inusual. Pero a ver,
cómo decirlo... has mantenido contacto de una forma voluntaria o
involuntaria con tejido muerto, con un cadáver humano. Estos hongos
son propios de los procesos de descomposición post-mortem.
—Tuve
sexo oral con un chico vivo. —dijo María, con la compostura
necesaria para abordar un juicio, a lo que le siguió una risotada
irónica e impotente.
—Acabo
de llamar a la policía. Es el protocolo siempre que surjan indicios
de un proceso propio del post-mortem. Por favor, necesitaría vuestra
colaboración. ¿Con qu...?
María,
tras escuchar las palabras policía
y post-mortem
se irguió de la silla y cabizbaja rompió en agudos sollozos. Su
aparente tranquilidad era el recubrimiento de una bomba que tenía
una mecha muy corta.
—Vamos,
hija, tranquila. Piensa, igual algún alimento en mal estado o algún
insecto o...
—No,
es imposible. Tened en cuenta que para que los hongos puedan germinar
en su boca es necesario un contacto directo con un cadáver humano...
Debió de ingerir algo o meterse algo en la boca que contenía dichos
hongos. Pero está claro que esto me supera... es la primera vez que
detecto semejantes hongos en una persona viva. Digno de un médico
forense. —El otorrino mostraba también cierta congoja hacia un
caso que ni él mismo era capaz de entrever con meridiana claridad.
Los minutos pasaron y
al cabo de un par de días María había mantenido ya un largo y
tenso interrogatorio con la sección de policía científica de los
Mossos d'Esquadra. Todo había sido explicado. María comenzó a
recibir tratamiento psicológico, puesto que sus primerizas
cavilaciones derivaron en serias obsesiones patológicas.
Diana fue la única del
grupo que fue informada del mal trago que estaba pasando María,
puesto que su madre no quería que se difundiesen rumores por las
malas lenguas. Fue gracias a ella que la policía pudo dar un paso
adelante en la investigación. Diana le dijo a María que les
enseñase los e-mails que había intercambiado con Kristian para ver
si mediante algún tejemaneje era posible sacar algo en claro:
Hola
María! Yo estoy contento por hablar español con tú. Te quiero. Tu
vienes si quieres a Alemania a Stuttgart, tengo también un casa ahí.
Adiós!
Kristian
Más allá de los
errores gramaticales y ortográficos propios de un aprendiz de
español, no había indicios de poder sonsacar algo de dicho mensaje.
Sería descabellado pedir a la policía federal alemana que peinase
todo Stuttgart y München.
Una
noche calurosa, más concretamente la del 29 de Junio, Diana se quedó
con María para ayudarle a digerir mejor sus obsesiones y paranoias
que tan difícil le hacían la tarea de dormir.
María y Diana vieron la luz cuando se fijaron en el e-mail que
Kristian había usado:
info@eiserinfrastructure.com.
—Sí,
Kristian me dio su e-mail de empresa.
—Hay
que decirlo a la policía. —contestó Diana, abrazando a María.
El tratamiento
psicológico de María fue tan duro para ella como para su madre.
Poco a poco, más personas cercanas a la madre y la hija fueron
informadas de lo sucedido, obviando los detalles más escabrosos. Las
noches pasaban tranquilas, la luna renacía en su eterno ciclo y los
monstruos imaginarios seguían danzando al son de la luna, cerca de
la habitación de María.
Al cabo de los pocos
días, los Mossos d'Esquadra en conjunto con la Policía Nacional
resolvieron gracias a la colaboración de la policía federal alemana
el acertijo, propuesto en los periódicos locales de Stuttgart desde
hacía tiempo:
Es gibt noch ein
Monstrum in Stuttgart: Der Töter ist noch nicht festgenommen
...
Los
periódicos de Stuttgart ya habían alertado desde hacía un tiempo
que «Todavía
hay un monstruo en Stuttgart: El asesino todavía no ha sido
arrestado», explicando que un misterioso hombre había raptado a
seis jóvenes oriundas de Stuttgart sin dejar rastro. Al parecer, el
modus operandi siempre era el mismo, pero en la sexta ocasión hubo
muestras de que el raptor había matado in situ a su última víctima
y había huido a otra ciudad, a München. La policía federal
investigó el personal de la empresa EISNER Infrastructures hasta dar
con Kristian Kohl, residente y con partida de nacimiento en
Stuttgart. Cambiaba su aspecto físico para evitar ser detectado.
María sintió un
impactante escalofrío que recorrió todo su cuerpo al conocer la
última pieza clave del rompecabezas: en las afueras de Stuttgart se
echó abajo la puerta de un lujoso apartamento donde seis cadáveres
de mujeres en distintos estados de descomposición fueron hallados.
Los indicios eran claros: los miembros y cabezas de los cadáveres se
habían incinerado en Karlsruhe, a 80 kilómetros de Stuttgart,
mientras que los torsos se conservaban en montones de hielo y neveras
pequeñas.
María abrazó a Diana
con todas sus fuerzas.
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