Introducción
En algunos videojuegos como éste lo que vemos en el horizonte es alcanzable, mientras que en otros no, y de hecho nos recuerdan que nos encontramos en los confines prohibidos de un mundo que se acaba. Ahora nos vamos hacia un videojuego vetusto, mucho más antiguo, Maniac Mansion.
Podemos continuar hablando, ahora ya volviendo un poco a lo anterior, de The Adventures of Alundra, en tanto aventura muy definida por el mapa y los lugares que hay en él, de modo que los detalles no escapan a nuestra vista. De nuevo, nos encontramos en una zona rodeada de nubes (como en Hyrule de The Legend of Zelda), nubes que limitan lo que simplemente son unos términos caprichosos, unas limitaciones impuestas por el argumento del juego, ya que en realidad sabemos que Alundra viajó en barco hasta esta zona, por lo que en ningún caso seria coherente hablar de un mundo.
Y hay algo que nos puede ratificar esta sensación de romanticismo, de proyección del escenario sobre los momentos concretos del videojuego. Cuando Alundra llega a la gigantesca efigie de Nirude, el silencio impera y una tenue pero inquietante melodía lo rige todo, en mortuoria tensión. Si a esto le sumamos el detalle de que las nubes del horizonte, que se deslizan tímidas de un lado a otro, conglomerado de cúmulos que todo lo tapan, nos percatamos de la imperiosa necesidad de muchos videojuegos de emplear decoraciones o estampas imaginativas para "tapar" aquello que está prohibido, aquello no practicable aunque imaginable del videojuego.
Si bien en The Legend of Zelda podemos atisbar las Montañas de la Muerte y la Torre de Ganon en el horizonte, pues son accesibles (realizando de este modo una oportuna conexión espacial), en este caso es todo lo contrario; ya que no se puede acceder más allá, nos vemos en la obligación de acatar lo que los diseñadores han tapado y en todo caso imaginarlo, como harían los renacentistas ilustrando la terra incognita con monstruos fabulosos.
Por último, terminando ya con esta extensa entrada, me gustaría volver a la sensación de reclusión que en menor o mayor grado se puede percibir en los videojuegos comentados, especialmente en Maniac Mansion. Y en relación a los videojuegos cuya aventura transcurre en un lugar muy concreto, no podemos obviar la saga Castlevania, y mucho menos su entrega más paradigmática, Castlevania: Symphony of the Night. Quien ya conozca esta saga sabrá que en este videojuego en particular (como en la mayoría de la saga) tenemos un inmenso castillo gótico que explorar, con infinidad de lugares ocultos y laberínticos.
La hipérbole es un recurso preciado en esta aventura, o más concretamente debería decir hipérbole espacial; utilizo este sintagma para referirme a las exageradas proporciones del castillo y sus anchas zonas, claramente diferenciadas. Las habitaciones son altas, los pasillos inacabables y lugares como la Biblioteca atesoran vastísimos compendios de volúmenes, a la vez que esconden espíritus; como en la Capilla, los Jardines o las Catacumbas. Todos los lugares del Castillo, repletos de misterio y olvido, están interconectados (directamente, con corredores; indirectamente, con teleportadores) y el único atisbo de escape que Alucard, el protagonista, puede conseguir, se encuentra en los pináculos del castillo, en lo alto de los campanarios de la Capilla (donde las nubes danzan al son de la solemne música) o, como voy a ilustrar, en una sala que pende sorprendentemente del Ala Exterior del Castillo.
La noche es profunda (o joven, como dice el propio juego si morimos), la lluvia constante y el horizonte, una vez más, borroso y opaco. Queda claro que no hay escape de este Castillo. Pero si nos fijamos en un detalle (y aquí hay muchísimos, a saber, el confesionario de la Capilla por poner un ejemplo), hay un telescopio que Alucard puede emplear para observar, sin más razón que la de la ociosa inopia, un lugar lejano.
¿Y qué es lo que Alucard ve a través del telescopio? Un barquero, llamado simplemente "ferryman" pero que por razones obvias nos recuerda a Caronte, ya que aguarda en las húmidas catacumbas para llevarnos con su barca hacia zonas más profundas todavía de las catacumbas. Volvemos a tener una conexión espacial (aunque un tanto atrevida) donde podemos ver el barquero desde otro lugar. Algo así como una simbolización de la vana esperanza de poder ver más allá del Castillo.
Digo tentando horizontes del mismo modo que podría decir conclusiones. Con esto puedo acabar este intento de perfilar uno a uno los horizontes, símbolos preciados del videojuego en tanto narrativa espacial como decía Jenkins, y animar a quien haya leído este escrito (un pseudoensayo sin mayores pretensiones que las de la sugestión) a que se fije más en estos detalles, que sin lugar a dudas enriquecen los espacios que recorremos del videojuego.
Y es que hay, en mi humilde opinión, grandes parecidos entre los monstruos de los antiguos mapas que decoraban (tapaban) los mares tenebrosos y las tierras inexploradas y los elementos que asimismo decoran los confines de los espacios de muchos videojuegos.
Puede que el horizonte per se no exista como ítem físico, pero seguirá siendo un poderoso elemento de sugestión que estos y otros videojuegos han sabido aprovechar de forma sublime.